jueves, 10 de octubre de 2013

THERESA

 
Adoro ciertas rutinas. Me sostienen en un estado familiar. Las sigo con el placer de saberme distraído, silencioso, despierto.
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Los pájaros de la ciudad, hay que decirlo, son cada vez más.
Me atraen con sus miradas ágiles y furtivas.
Un día seguí a uno por largas cuadras durante unas cuantas horas, hasta que se perdió en una enramada fulera. Di media vuelta y me fui. No daba para más.
A ése mismo (lo reconocí por el leve desvío de su ojo izquierdo), lo vi en la plaza que cruzaba casi a diario, diario en mano, para luego estacionarme en la veredita del bar de la esquina, asoleada y tranquila como todo en esa zona.
Ése, con sus botitas rojas y su pico morado. Ese que me hizo caminar hasta perderme en las callejuelas hasta bien entrada la tarde, cuando ya solo veía un destello azulado.
Volviendo a la parte del bar, inmediatamente después de que pedí lo de siempre, el quía aterrizó enfrente de mí y se sentó con total descaro en la silla desocupada. Estaba como simpática y sonriente, la picarona. Porque noté ahí nomás, debo decirlo también, que era una nena, una fémina, una pajarita. Y que además sabía, tanto como yo, que iba a caer en mis garras (o yo en las suyas… esa parte no ha quedado muy clara).
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Nos miramos mucho, largo y tendido. Le convidé una masita de las que venían con el café y la aceptó, tímida y sensual.
Yo no tenía muchas ganas de hablar. Afortunadamente la comunicación fluyó por canales diferentes. Nos sabíamos presentes y empáticos.
Antes de cada bocado abría sus alas para coquetearme. Y eso me encantaba. Tanto color en un ser tan pequeño me llevaba a lugares inhóspitos de mi débil psiquis, borrando todo vestigio de realidad.
Esas curvas rodeadas por líneas azuladas en un fondo dorado eran exquisitas. Y la visión de sus aterciopeladas axilas me transportaba al edén y al infierno a la vez.
Ella invadía mis sentidos, ahogándome en el deseo de poseerla para siempre en un solo instante. Automáticamente, todo lo demás desaparecía en una nube sin importancia.
Sin tocarnos siquiera, algo en mí empezaba a crecer. Era el efecto del amor por esos ojos pequeños y brillantes. Por esas plumas suaves que enmarcaban deliciosamente el final de su espalda.
Me la llevé. Y la llamé Theresa.
La metí en mi cama y se quedó quieta, muy quieta.
Sentí fundirme en sus colores, perteneciéndonos. Mis latidos se aceleraban a la par de los de ella, que resonaban en mis labios. Sus caricias eran cosquillas que me erizaban entero. Y ni hablar del perfume de su cuello. Era poderosamente embriagador.
Ya no se distinguían los soles de las lunas. Y las agujas de los relojes se derritieron con nuestra pasión.
En alguno de esos instantes eternos me sentí volar con sus alas. El cielo era tan mío como sus entrañas tibias, y el fuego de su lengüita me borraba la visión.
Casi por explotar, sentí sacudones en el pecho que me empujaban a lo que parecía un abismo infinito. Y acabé saltando, sin redes que amortiguaran el porrazo final.
Cuando desperté, después de varios días de inconsciencia, ya no estaba. Y sabía que no iba a volver.
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Si algo me quedó claro en todos estos años atrapado en este loquero es que nunca más podré ir a burdel alguno. Dicen que mi frágil corazón no lo resistiría (aunque a veces me cabe la duda).
En cada sesión psiquiátrica me hacen repetir una y otra vez que aquel impactante abismo del que hablo resultó no ser tan infinito, y que terminé estropeado contra una dura vereda.
Aún así, deambulo por el parque con la esperanza de encontrarla en cada sombra, en cada rama. Tengo todo el tiempo que queda de mi enferma vida para buscarla.
Los enfermeros ya no me dejan subir a la terraza, ésa, la de más arriba. No entienden lo feliz que me hace recordar esas alas doradas… Dicen que mi cuerpo ya no resiste un golpe más.
Yo creo que sigo vivo gracias a sentir, de vez en cuando, aquellos golpes de nuestros corazones latiendo juntos… y a las suaves alas de mi Theresa rodeándome las caderas, queriéndome ver una y otra vez deshecho a sus pies.
Los bochólogos de acá insisten en que note que lo que llamo «pies» eran garras, y que tenían la natural decisión de sacarme de mi complaciente rutina solo para desquiciarme, cosa de féminas nomás.
Sin duda y a pesar de todo, prefiero quedarme con mi versión de la historia. (Como les conté de entrada, adoro ciertas rutinas…)
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theresaa
 
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cMc | 13.7.13
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DER ZAUBER (El Hechizo)

 
el perfume
 
Lucía dormida. Dormida y desnuda.
Acurrucada, escondida en su brazo, quería ser invisible. Sus ojos apretados deseaban no pensar más. Intentaba apagar su mente forzándose al sueño. Al menos un rato de silencio, hasta el ocaso implacable.
Ya no se preguntaba cómo llegó a eso. Ya no. Pero el tiempo y el olvido no siempre llegan juntos. En su caso, había pasado mucho tiempo, y muchas cosas había para no olvidar.
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Su costado dolorido bramaba silenciosa clemencia. Se decía a sí misma - todo pasará. Pero los años formaban un círculo infinito, diferenciados solo por las diferentes heridas en su cuerpo entumecido.
Heridas que inmediatamente sanaban, dejando una indeleble cicatriz en la memoria de Lucía. Sabía muy bien que eran señales. Marcas de su arriesgada decisión.
Entonces, sumisa y obediente, volvía a su noche cotidiana. Una y otra vez retornaba deliberadamente a ese infierno extraño y ensordecedor.
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La época no ayudaba. Las mujeres existían para cosas muy puntuales; el mundo era para otros.
Tiempo atrás, cuando la ciudad entera lucía empedrada, Lucía era una luz. Todo se iluminaba a su paso altanero. Sus vestidos relucían como espejos, reflejando los verdores más verdes que nunca. Todo parecía florecer, despertar. Y el asombro se instalaba en el aire como una brisa mágica que obligaba a sonreír.
Los labios de Lucía lograban que las miradas más rústicas destellaran de luminosidad.
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Pero junto con el asfalto, llegó la decadencia. Eso fue algo más que nunca olvidaría.
Como tampoco olvidaría ese cálido día de sol en la plaza, cuando aparecieron, mientras disfrutaba del perfume rojo de esas rosas, esos ojos verdosos que la hechizaron para siempre, llevándola a un lugar que jamás imaginó.
Un laberinto embriagador, excitante, ambiguo. Irresistible.
Y más oscuro que la soledad de la muerte.
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Extasiada, se entregó. Sin la menor resistencia.
El placer y la euforia se fueron tornando en dolor. Agudo, en la sien, en su cuello, para luego derramarse en todo el cuerpo.
Miles de colmillos rasgándole las múltiples capas de seda, brocato y piel al correr por los pasillos húmedos de ese encierro.
Estaba viviendo su propio, personal y ansiado fin del mundo. Y aprendió a no correr más.
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Su alma pura la llevó a ese día para hacer una causa, cargando sobre sí la injusticia del deseo como forma de amor.
En el fondo sabía que aquello no era vivir. Con tanta mugre alrededor, no se sentía con derecho a brillar.
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Entregó su sangre gota a gota.
Su intención casi visceral fue librar a muchas del padecimiento de moda, la cual resultó tan sincera como imprudente. Y solo logró agitar las aguas. Los pescadores se regodearon por varios siglos más.
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No hay mucho más que contar.
Los abusos continuaron y Lucía siguió con su alma dolorida por toda la eternidad.
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Y aunque la ansiedad le devoraba cada suspiro, guardó entre ellos el callado anhelo de ser besada, algún día, por la boca dulce de la muerte. Y así sentir, aunque sea por un instante, el amor verdadero, condicional, de una única y valiosa vida, que marque el fin del hechizo.
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cmc
09.09.13
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(Relato basado en la portada del libro EL PERFUME de Patrick Süskind)
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